lunes, 25 de febrero de 2008

Limitación - Primera parte

La humanidad entera se había reunido ese día. Todos, desde el más anciano hasta el más joven, se encontraban delante de sus televisores para mirar en directo el triunfo más grande del ser humano, el primer viaje hiperespacial.
Dos años atrás, un grupo de científicos de la Universidad Mundial habían formulado las bases de lo que sería la mecánica hiperespacial. Mediante una serie de complicados cálculos matemáticos, lograron probar que era posible viajar a una velocidad más rápida que la luz, y no sólo posible sino también seguro para el hombre. Esto se podía lograr mediante el hiperespacio, en el que la materia se convertía en ondas electromagnéticas, y luego era reconvertida en materia para ingresar en el espacio común.
En esos dos años, una revolución tecnológica sacudió al mundo entero, y en menos de un año ya se había presentado el primer proyecto de magnitudes gigantescas: una nave tripulada por 10 personas con motor hiperespacial viajaría a 80 millones de años luz, a una lejana galaxia llamada Cygnus.
Durante ese año, las 10 personas cuidadosamente seleccionadas para un proyecto de tal magnitud fueron las más afortunadas de la historia. Sus nombres no serían olvidados jamás, iniciarían la nueva Era Espacial y se convertirían en los primeros colonizadores del universo. Por supuesto, recibieron un estricto entrenamiento físico y psicológico para prepararlos contra cualquier peligro que pudiesen encontrar. Pero ningún control o entrenamiento, por más estricto que fuera, podría sacarles de su interior el sentimiento de inmensa satisfacción al saber que serían los portavoces de la Humanidad ante cualquier inteligencia que pudiesen encontrar.
Finalmente, el día tan ansiado había llegado. Ese día, el 1 de enero del año 0 de la Era Espacial, comenzaría la Edad de Oro del género humano. Los 10 tripulantes se encontraban dentro de la nave, que despegaría mediante combustible fósil del planeta y una vez en el espacio utilizaría el motor hiperespacial para dar un salto a través del espacio-tiempo. Aunque la totalidad del viaje sería controlada por una computadora y según la teoría no sentirían nada al dar el salto, la ansiedad de los diez hombres y mujeres era indescriptible.
Pese a que ninguna persona intervendría en el proceso, la cuenta regresiva se realizó normalmente. Los corazones de los 10 mil millones de habitantes latían al compás de los números. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… El mundo parecía congelado en el momento en que cuatro poderosas llamas salían expulsadas hacia abajo y la nave comenzaba a ascender. Luego, el planeta estalló de alegría al ver cómo la nave ascendía por el cielo frío, sin una nube, de la Patagonia.
Alegría que rápidamente fue transformada en pánico y terror mientras la nave, sin causa aparente, explotaba en mil pedazos, y trozos de metal fundido llovían sobre la base espacial…

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miércoles, 20 de febrero de 2008

Conducto C - Isaac Asimov

“—No se ofenda, pero parece una persona desprovista de toda emoción.
—¿De veras? —La voz de Mullen no se alteró, se mantuvo en el mismo tono bajo y preciso, pero algo tensa—. Eso es sólo entrenamiento y autodisciplina, Stuart, no es natural. Un hombre menudo no puede tener emociones respetables. ¿Hay algo más ridículo que un hombrecillo como yo embargado por la furia? Mido un poco más de uno cincuenta y peso cincuenta y cinco kilos.
»¿Puedo ser engreído? ¿Soberbio? ¿Erguirme cuan alto soy sin provocar hilaridad? ¿Dónde hallar una mujer que no me desdeñe al instante con una risita? Naturalmente, tuve que aprender a despojarme de toda manifestación externa de emoción.
»Habla usted de deformidades. Nadie repararía en sus manos ni sabría que son diferentes si usted no se empeñara en hablar de ellas en cuanto conoce a la gente. ¿Cree que los veinte centímetros de altura que me faltan se pueden ocultar? ¿No es lo primero y en la mayoría de los casos lo único de mí que notará una persona?
Stuart se sentía avergonzado. Había invadido una intimidad en la que no le correspondía inmiscuirse.
—Lo lamento.
—¿Por qué?
—No debí obligarle a hablar de esto. Debí haber visto por mí mismo que usted..., que usted...
—¿Que yo qué? ¿Que trataba de demostrar algo? ¿Que trataba de demostrar que mi cuerpo menudo escondía un corazón de gigante?
—Yo no lo habría expresado con tono burlón.
—¿Por qué no? Es una idea necia y no fue el motivo por el que hice lo que hice. ¿Qué hubiera logrado con eso? ¿Acaso ahora me llevarán a la Tierra, me plantarán ante las cámaras de televisión (bajándolas, por supuesto, para enfocarme el rostro, o poniéndome de pie en una silla) y me prenderán medallas en el pecho?
—Es muy probable que lo hagan.
—¿Y de qué me servirá? Dirán: «Vaya, y eso que es un enano.» Y después ¿qué? ¿Le diré a cada persona que conozca que soy ese fulano al que condecoraron el mes pasado por su increíble valor? ¿Cuántas medallas cree usted que se necesitan, señor Stuart, para sumarme veinte centímetros, y por lo menos, veinticinco kilos más?
—Dicho así, comprendo a qué se refiere.
Mullen estaba hablando ya más deprisa, con un acaloramiento controlado que saturaba sus palabras, llevándolas a la temperatura ambiente.
—Había días en que pensaba que ya les demostraría algo a ellos, a ese misterioso «ellos» que incluye a todo el mundo. Abandonaría la Tierra y conquistaría otros mundos. Sería un nuevo y más bajito aún Napoleón. Así que dejé la Tierra y me fui a Arcturus. ¿Y qué podía hacer en Arcturus que no hubiera hecho en la Tierra? Nada. Llevo libros contables. De modo que he superado esa vanidad, señor Stuart, de tratar de erguirme de puntillas.”


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